¿Cuál ha sido el avance médico que más vidas ha salvado?
Fue una aportación del médico húngaro Ignaz P Semmelweis (mil ochocientos dieciocho-mil ochocientos sesenta y cinco), un ginecólogo que trabajó una gran parte de su vida en el Centro de salud General de Viena, cuando esta urbe era la capital del imperio austrohúngaro.
Ignaz Philipp Semmelweis. Wikimedia
Partículas cadavéricas
Con solo 28 años Semmelweis fue nombrado asistente de la primera clínica ginecológica de Viena, la que contaba con dos pabellones, uno atendido por monjas y otro por estudiantes. Fue entonces cuando observó que la mortalidad de las puérperas era considerablemente mayor en la clínica asistida por los estudiantes de medicina (diez por ciento ), aparentemente mejor formados, que en la atendida por las religiosas (tres por ciento ).
Tras un dilatado y reflexivo análisis, Semmelweis observó que la única diferencia entre los dos pabellones radicaba en que los estudiantes asistían a los partos tras estar disecando cadáveres en el pabellón de anatomía y que, como es natural, lo hacían sin lavarse las manos. En aquellos instantes no existía ninguna normativa que afirmara lo opuesto, pues la medicina aún no había avanzado los suficiente para meditar que las infecciones se podían contraer por el simple contacto.
Cuando propuso la solución a sus colegas (lavarse las manos tras efectuar las necropsias), todos sin salvedad se llevaron las manos a la cabeza. ¿La suciedad de las manos está relacionada con muerte de las parturientas? ¡Menuda estupidez!
Y es que la ciencia decimonónica atribuía la sobremortalidad materna a otros factores, desde emanaciones apestosas de suelos y aguas –los conocidos miasmas- hasta una dieta irrelevante, pasando por la debilidad materna propia del parto.
Por suerte, las críticas no acobardaron a Semmelweis y, desde la autoridad que le proporcionaba su cargo, demandó a los estudiantes y médicos a lavarse las manos con una solución de cloruro cálcico, una medida con la que consiguió reducir la mortalidad en las salas del pabellón atendido por los médicos bajo el tres por ciento .
Clase médica en la ciudad de París, Francia – Siglo XIX. Istock
Absolutamente nadie es profeta en su tierra
La irrebatible verdad chocó con el prejuicio propio de la medicina vienesa, sus compañeros no solamente se mostraron incrédulos, sino rechazaron salir de su zona de confort y adoptar la nueva medida. Se quejaron al directivo del centro de salud -doctor Johann Klein- quien tomó cartas en el tema y expulsó al doctor Semmelweis de centro. De este modo el paladín de las parturientas cayó en el más obscuro de los ostracismos.
Hostigado, deslumbrado por los sucesos y cariacontecido publicó en mil ochocientos cincuenta y seis una carta abierta a los profesores de ginecología. La misiva estaba encabezada por un título que enfureció aún más a la comunidad científica: “¡Asesinos!”.
Para ser francos y fieles a la verdad, ya había antecedentes en la relevancia del lavado de manos en el acto médico, aunque habían pasado inadvertidos. El primero en reconocer el valor de esta medida fue un médico judío que vivió en la Córdoba del siglo XII: Maimónides. En uno de sus escritos se puede leer: “jamás olvide lavar sus manos tras tocar a una persona enferma”.
Por otro lado, y prácticamente de forma simultánea con Semmelweis, en mil ochocientos cuarenta y tres Oliver Wendell Holmes (mil ochocientos nueve-mil ochocientos noventa y cuatro), un médico estadounidense, aconsejaba el lavado cauteloso de las manos, cambio de ropa y espera de 24 horas ya antes de atender un parto, tras haber participado en una necropsia de una paciente fallecida por fiebre puerperal.